Para ocultarse del Tigre, convertido en su implacable enemigo, Juan el Zorro había construido una pequeña choza en el corazón del monte.
Y tal vez el felino no hubiera descubierto nunca tan secreto refugio, de no mediar la delación del Loro, preguntón y chismoso incorregible, que una vez enterado dio su ubicación, se apresuró a comunicarla, y hasta se ofreció para servirlo de guía.
Precedido por el pájaro soplón, que volaba de un árbol a otro dando las indicaciones del caso, deslizóse sigilosamente el tigre por entre la espesura hasta aproximarse a la vivienda de Juan.
Este, que tenía el oído muy fino, logró oír el cuchicheo del Loro y se dio cuenta al punto del peligro que estaba corriendo. Su primer impulso fue escapar a toda prosa de allí. Pero el fuerte viento que soplaba a la sazón y los espesos nubarrones pardos que habían comenzado a encapotar el cielo, haciéndole cambiar la idea.
Entonces llamó al Ñandú, su viejo compañero de aventuras, que andaba picoteando en torno de la choza, y le pidió que trajera un maneador y lo atara contra el ronco de un grueso coronilla.
Sin sospechar ni remotamente lo que Juan se proponía, pero obediente como de costumbre, cumplió el zancudo la orden recibida.
-Ahora escondete sin pérdida de tiempo- díjole el Zorro-, pues viene muy cerca el Tigre y si te encuentra aquí no contarás el cuento.
Apenas había desaparecido el Ñandú cuando hizo irrupción en el lugar el Overo, que empuñaba un pesado rebenque de domador y echaba chispas verdes por los ojos.
-¡Aquí vengo a ajustarte las cuentas!- rugió abalanzándose hacia Juan.
Pero este, simulando no haberse apercibido siquiera de su llegada, escudriñaba con ojos de espanto el encapotado cielo mientras que sus orejas muy tiesas, escuchaban el zumbido del viento entre los árboles.
Volvió a rugir el felino levantando el rebenque, y recién entonces pareció advertir el Zorro su presencia:
-¿Qué anda haciendo don Tigre?- inquirió fingiendo gran asombro- ¿No se da cuenta que se nos viene encima un ciclón bárbaro? Si no se amarra a un árbol, como hice yo, su vida corre peligro.
Amedrentado por el tono de Juan, el Overo observó a su vez el cielo y escuchó el rumor del viento, que al agitar las ramas parecía más fuerte de lo que realmente era.
-¡Tienes razón!-gritó empavorecido- ¿pero cómo y con qué me ato?
-Quitarme a mí las ligaduras que yo me encargo de eso.
- Lo creo. Tú siempre fuiste muy habilidoso…
Y sin pérdida de tiempo libró el Tigre a Juan de sus amarras y abrazándose al coronilla, con el fin de ser atado a su vez. El Zorro lo sujetó al árbol con varias vueltas de maneador, y cuando estuvo bien seguro que no podía zafarse se apoderó del rebenque y propinóle una soberana paliza mientras le decía:
-Perdóneme que me haya valido de una treta para estropearle ese precioso cuero con su propio rebenque. Pero créame que lo hago por su bien, don Tigre. Porque a usted le hacía falta una sobita como la que tengo el honor de estarle dando.
Serafín J. García
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